Buenos Aires amaneció distinta aquel 25 de mayo de 1810. Hacía días que la ciudad estaba inquieta: corrían rumores, se agolpaban personas en las esquinas, los periódicos se agotaban, y las tertulias privadas se convertían en asambleas improvisadas. Desde Europa llegaban noticias fragmentadas, pero la sensación era clara: la autoridad imperial se había quebrado, y con ella, también el pacto colonial.

Ese viernes lluvioso, una multitud se reunió en la Plaza de la Victoria —hoy Plaza de Mayo— frente al Cabildo, que aún conserva parte de sus arcos. No fue un golpe de Estado, pero sí una ruptura clara con el orden anterior. El virrey Cisneros fue destituido, y en su lugar se conformó la Primera Junta de Gobierno, presidida por Cornelio Saavedra. Por primera vez, el poder no emanaba de un rey lejano, sino de los propios habitantes del territorio. No se habló aún de independencia, pero la semilla estaba plantada.

El 25 de mayo no es solo una fecha fundacional. Es, en muchos sentidos, el inicio de la política en Argentina, entendida como construcción colectiva, como confrontación de ideas, como ejercicio de soberanía popular. Fue el primer paso de un camino accidentado, contradictorio y todavía inacabado. Una declaración de intenciones más que una certeza, pero cargada de sentido: ya no se obedecería sin preguntar.

La Revolución de Mayo abrió un proceso. En 1816 se declaró la independencia. En 1853 se sancionó una Constitución. En 1880 Buenos Aires fue federalizada. Pero todo comenzó en ese gesto inicial: la plaza convertida en escenario político, el pueblo en protagonista, el Cabildo como caja de resonancia de un deseo nuevo.

Pasaron 215 años. Y cada tanto, Buenos Aires vuelve a ese lugar. Vuelve con actos escolares, con banderas, con marchas, con celebraciones y con disputas. Porque la patria no es una postal antigua, sino una conversación que no se termina. La memoria de ese día se reactiva cada vez que alguien se pregunta por el futuro, por el nosotros, por el sentido de vivir juntos en este país.

Hoy, la Plaza de Mayo sigue siendo una plaza viva. La pisan turistas y cartoneros, periodistas y madres con pañuelos blancos, militantes de todos los colores y estudiantes que cantan el himno sin entender del todo lo que pasó. Pero algo permanece: la idea de que los pueblos no nacen por decreto, sino cuando deciden dejar de obedecer sin voz.

El 25 de mayo es una fecha que nos interpela, porque nos recuerda que fuimos capaces de imaginar otra cosa. Y que, quizás, todavía lo somos.