El 26 de mayo de 1938, un estadio emergía en la llanura porteña con ambición desmedida y estructura de hormigón. Lo llamaron Monumental, y no por azar. Era —y sigue siendo— una obra desproporcionada en escala y sentimiento, un coloso urbano plantado en Núñez que buscaba ser templo sin pedir permiso.

La inauguración fue multitudinaria: 70.000 personas vieron a River Plate vencer a Peñarol 3 a 1, y con ese partido nacía algo más que un estadio. Nacía un escenario para el fútbol, sí, pero también para el espectáculo, la política, la emoción compartida. Desde entonces, el Monumental fue sede de glorias y naufragios: allí se gritó campeón mundial en 1978, se lloraron derrotas, se celebraron goles imposibles, y también se escucharon voces fuera del deporte —desde Frank Sinatra hasta los Red Hot Chili Peppers.

Pero más allá de sus hitos, lo que lo convierte en símbolo es otra cosa: el Monumental no solo pertenece a River, sino a la ciudad y a la memoria colectiva. Es la casa de la Selección. Es la postal de la hinchada. Es el eco que retumba por Figueroa Alcorta cuando el aliento se vuelve rugido.

En sus tribunas viven generaciones que aprendieron a conjugar pasión, ritual y pertenencia. Y cada vez que suena el himno ahí, en una noche de eliminatorias o una final, Buenos Aires se reconoce un poco en ese estadio que no deja de crecer. Porque el fútbol también construyó esta ciudad. Y el Monumental es su catedral.