El 27 de mayo de 1875 nació Jorge Newbery, y aunque no vivió más de 38 años, su nombre quedó incrustado en Buenos Aires como si el tiempo no pasara. Lo lleva un aeropuerto, una calle, un mito. Porque Newbery no fue solo un pionero de la aviación: fue la encarnación de una idea de modernidad que Argentina abrazó en pleno siglo XX, cuando todavía creía que podía volar sin caerse.

Ingeniero, esgrimista, boxeador, escritor, aviador. El porteño elegante que cruzó el Río de la Plata en globo y que desafió los cielos cuando eso era un acto de valentía más que de técnica. Fundó el Aeroclub Argentino, lideró exhibiciones aéreas multitudinarias, y cada vuelo suyo era una coreografía de riesgo y precisión ante un país que lo miraba como si viera el futuro.

Murió joven, en 1914, probando un nuevo avión en Mendoza. Y como suele pasar con los héroes que se van temprano, la leyenda se volvió más grande que el hombre. Su rostro apareció en sellos, retratos, bustos, canciones. Su apellido —Newbery— dejó de sonar extranjero y se volvió propio, argentino, sin traducción.

Recordarlo hoy no es nostalgia. Es mirar cómo una ciudad se construyó también sobre sus ídolos. Y cómo algunos, como él, nos enseñaron que hay que animarse a despegar, incluso cuando no hay certezas sobre el aterrizaje.