El 20 de junio es feriado nacional en la Argentina. No se celebra una batalla ni un tratado. Se conmemora la muerte de Manuel Belgrano, en 1820, uno de los próceres más completos y menos reconocidos de nuestra historia. Político, economista, abogado, militar improvisado, revolucionario de ideas. Y, claro, creador de la bandera.

Ese mismo Belgrano que luchó en el Alto Perú, que entregó su fortuna personal a la educación, que redactó planes para una sociedad más justa. Murió en la pobreza, mientras el país se despedazaba en disputas internas. El día de su muerte, hubo tres gobernadores en Buenos Aires en menos de 24 horas. Nadie fue a su entierro.

Pero él había hecho algo irreparable: había inventado un símbolo. En febrero de 1812, sin pedir permiso, izó una bandera blanca y celeste frente al río Paraná, en Rosario. Lo retaron. El gobierno le dijo que no la usara. Pero él, que entendía de política como pocos, sabía que la patria no podía seguir usando los colores de España. La bandera fue un gesto de autonomía total. Una declaración de identidad antes de que la Argentina siquiera existiera como nación.

¿Por qué se eligió el 20 de junio como Día de la Bandera y no el 27 de febrero, que fue cuando la izó? Porque en esta tierra, como dijo alguna vez Rodolfo Walsh, los homenajes llegan tarde, pero llegan. Belgrano murió ignorado, pero hoy su legado flamea en cada escuela, en cada acto, en cada camiseta.

La bandera no es solo celeste y blanca. Es voluntad, ruptura, imaginación política. Recordar a Belgrano es mucho más que cantar Aurora o llevar la escarapela. Es preguntarse qué significa ser parte de este país, y si estamos dispuestos a construirlo con la misma convicción con la que él lo soñó.