La ciudad cambia de ritmo cuando cae la noche, pero en ciertos rincones no reina el silencio: reina la música, apenas alumbrada por cientos —a veces miles— de velas. Candlelight vuelve a Buenos Aires en 2025 y lo hace como lo que ya es: una experiencia estética que cruza la frontera entre concierto y ceremonia, espectáculo y refugio.

No es casual que haya encontrado su lugar en escenarios como el Teatro Margarita Xirgu, el Centro Asturiano o el Auditorio San José. Son sitios con historia, con eco, con cierta nobleza antigua. Pero Candlelight no se limita a las paredes: es una atmósfera. Una pausa. Una forma distinta de habitar la música.

Este año la propuesta se amplió: tributos a Queen y ABBA, Coldplay y Imagine Dragons, Mozart y Beethoven, Adele, Dua Lipa, Bruno Mars, Hans Zimmer, Luis Miguel, Phil Collins. Hay conciertos dedicados al rock de los 80, a Bridgerton, al tango, a las bandas sonoras de películas. Lo clásico y lo pop, lo universal y lo íntimo, en cuerdas y silencio.

Los conciertos no buscan deslumbrar con efectos ni volumen. Lo hacen con lo contrario: con minimalismo, con foco, con una belleza que apela a los sentidos más que a las pantallas. El público no salta ni canta a los gritos: escucha, respira, recuerda.

La programación es generosa, con fechas que ya cubren junio, julio y agosto, entradas desde los $24.000 y funciones dobles en algunos casos. Pero más allá de lo práctico, la clave de Candlelight está en otra parte: no se trata de lo que se ve, sino de lo que se siente. Ir a uno de estos conciertos no es sólo escuchar música. Es entrar en un estado. Es permitir que la ciudad —que a veces nos corre— se detenga, aunque sea por una hora, en una sala iluminada de tibio resplandor.

En tiempos de vértigo, Candlelight propone un paréntesis. Y en una Buenos Aires que siempre está por explotar, eso vale oro. O al menos, una vela encendida.